Cuando sea demasiado tarde… - La era de las opiniones.

En opinión de Gabriel Dorantes Argandar

Cuando sea demasiado tarde… - La era de las opiniones.

            Me uní a Facebook por ahí de 2003, fue una manera para difundir mi vida y mis aventuras con un puñado de amigos y familiares que me interesaba que estuvieran al tanto de ello. Esto, sin tener que contactar a cada uno individualmente, sin tener que contar la misma historia un puñado de veces, o tener que andar eligiendo qué detalles decidía contar a cada quién. Facebook fue una manera de mantener el contacto con algunas personas y poder darle espacio a mi ansiedad social y mi necesidad de tener mi privacidad controlada. Durante este tiempo viví en 4 ciudades de dos países diferentes, y me fue una herramienta bastante útil. Cuando regresé a México y encontré trabajo en Xalapa (ciudad con el clima más estable del mundo), encontré que una manera rápida y mucho más eficiente que Facebook para enterarme de las noticias era Twitter. Facebook fue diseñado, en su principio, para compartir información a pequeños círculos que muy posiblemente estuvieran geográficamente cercanos. Una o dos décadas después, se ha convertido en un monstruo que sólo sirve para alimentar una bestia, pero permítanme terminar la idea anterior, antes de llegar a la historia a donde quiero ir.

            Twitter, con sus 140 caracteres, permitió una transmisión mucho más rápida de información. Abrí mi cuenta por ahí del 2009, y me enganché. Renuncié por completo a la televisión gratuita y a los medios masivos de información. Siguiendo el consejo de Michael Ruppert (¿ya vieron “Collapse”?), adapté mi vida a una nueva era, donde la provisión de la información se había convertido por completo en una herramienta total de gestión política. NINGUNO de los medios masivos de información es confiable, ni los nacionales, ni los internacionales. TODAS las noticias de los medios masivos tienen como fin darle forma a nuestro pensamiento, a nuestras opiniones, y éste es el tema central de esta columna. Twitter ha tratado de mantenerse, pero la ampliación de los caracteres a 240 y la aparición de líderes mundiales que no desaprovechan cada uno de dichos caracteres para difundir su versión personal de las historias, la situación se ha complicado.

            La gestión política ha trascendido los medios masivos. La cosa empezó a empeorarse por ahí de 2012, en el cambio de sexenio, por lo menos en México. Los personajillos políticos como Enrique Peña Nieto, o el parásito de Graco Ramírez, decidieron que había llegado el momento de invertido millones de pesos en literales “bunkers” dedicados a la provisión de información falsa, sorprendentemente favorecedora, a través de redes sociales. Decenas de personas pasaban 15 o 16 horas de jornada laboral tratando de darle forma a la opinión de las personas. ¿Qué consiguieron? Nada. Enrique Peña Nieto es el pelele que siempre fue (sin amigos y sin futuro político, aunque con el resto de su vida asegurada), y todos nos quedamos carcajeándonos de que Graco Ramírez pensó que llegaría a ser presidente de la República. ¿Qué nos dejaron? Nos dejaron una completa confusión. Hay un mar de perfiles y cuentas falsas que empezaron a ser anónimas por miedo a la represión, pero que terminaron en transformarse en individuos que consideran que pueden seguir dando forma a la opinión de las personas sin tener el valor de dar su nombre, de firmar con su rostro y apellidos el valor con que comunican las cosas. Creo que así fue como llegué hasta aquí, un día pensé que alguien tenía que hacer frente a estos inseres humanos, y desde el principio decidí que lo primordial para mi misión sería firmar mis opiniones con mi nombre, mi cara, y mis apellidos. Ustedes saben quién soy, y el gobierno sabe dónde vivo, porque no creo que haya sido fruto de la casualidad encontrar 10 patrullas de policías estatales estacionadas afuera de mi casa por la mañana al salir al trabajo.

            El monstruo al que me refiero es el mar de opiniones. Las redes sociales nos han hecho creer que nuestra opinión es valiosa, es más poderosa que las de los demás, y que además tenemos el derecho de imponer nuestras opiniones por encima de las de los demás. Ya no se trata de quién genera la idea más estructurada con los mejores fundamentos, la cosa se ha trasladado a sólo ser capaz de defender los propios argumentos ante el mar de opiniones, verdaderas y falsas, a las que el opinólogo se tiene que enfrentar. Vivimos en la era de las opiniones, donde la ortografía, la gramática, la lógica, y la congruencia ya no existen.

            Ahora vivimos en un mundo cuya prioridad es evitar que nos tomen por idiotas. La gente se ha acostumbrado a dar cabida a las idioteces que repite la gente, sólo porque “dice la gente”, o porque “fulanito A y fulanita B me lo dijeron”. Nos hemos convertido en merolicos repetidores de información que ni si quiera sabemos si es verdadera, mucho menos preocuparnos por lo que sale por nuestras bocas es verdad. La próxima vez que sienta usted deseos de opinar, le ruego que, con su mejor interés en mente, se detenga un momento por considerar si lo que está usted a punto de opinar es verdadero, ya sin pensar si es benéfico. De alguna manera debemos de salir de este mar de mentiras, y será a través de la autorregulación y el autoconocimiento que llegaremos a algún lado bueno, o por lo menos mejor de aquél al cual nos dirigimos. Lo mismo cuenta para la próxima vez que alguien le comunique una opinión, le ruego que usted empiece por considerar ¿quién es la persona que nos opina, y de dónde obtuvo su información? Recuerde que lo peor que puede pasar, es que los demás opinen que usted y yo somos idiotas.

            La verdad ha muerto, y nosotros la hemos matado con nuestras opiniones.